viernes, 20 de abril de 2007

Ishmael


¡Llámame Ishmael!, lo llamé Ismaelillo. ¡Llámame Ishmael!, me dijo al levantarse, siete pies por encima de mí, como una raspadura, sin forma todavía, todavía no. La columna y los huesos (un poco cenicientos) se le abultaban por debajo del pellejo, buscando su lugar, como si el esqueleto de cabillas se transparentara bajo las paredes de la torre. Un grandulón lleno de ángulos obtusos, de nudillos y vértebras. ¡Llámame Ishmael! ¡Vaya! Y a pesar de su tamaño, torre de Babel, torre del Líbano, lo llamé Ismaelillo, porque, después de todo… era un niño. ¡Mi niño querido! ¡Mi reyezuelo! Le serví de caballo, ¡de yegua! Me montó y lo monté… cabalgamos juntos por los pasillos de esta sinagoga y lo llevé a cuestas, aunque me crujía el lomo y el costillar, y él apoyaba los pies en la arena fina para no aplastarme… No convenía hacer ruido (todo sonido es sospechoso aquí) y cubrimos las losas con arena fina para mitigar el paso del niño por la sinagoga. Le escribí en la frente la palabra Verdad [escribe con el dedo en el aire] Aleph, Mum, Daleth... y mi Niño cerró los ojos para dejarse tatuar. [Le escribe en la frente, con el dedo, tres letras, que el Niño debe tener marcadas ya allí, para que aparezcan al pasarles el dedo]. ¡Supersticiones árabes! ¿Han oído hablar del genio de la lámpara? ¡Frotas y aparece!

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